sábado, 25 de julio de 2009

Alicia, una y otra vez, Alicia...




























































Qué fascinación provoca en todos quienes lo hayan leído... desafíos incontables, una serie de innumerables y bizarros personajes, perturbaciones latentes ante el mundo que nos rodea y una sensación de extrañamiento ante la peor de las pesadillas: que lo que nos rodea, lo cotidiano y común, se convierta en ajeno, lo siniestro de Freud en todas las cosas, de este lado y de aquél del espejo.

LEWIS CARROLL, el autor de Alicia en el país de las maravillas, además del gran escritor que fue, era matemático, dibujante, se le considera uno de los mejores fotógrafos de su tiempo y un poeta genial. Era profesor en la universidad de Oxford. Allí conoció a la pequeña Alicia, a quien durante un paseo por el bosque, empezó a contar una historia: Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, libro clave de la literatura no sólo infantil sino también para mayores, pues Carroll sabía que para entrar en el terreno de la fantasía y el ingenio, no existe distinción de edades.
Recordemos, brevemente, su argumento: La historia de Alicia en el país de las maravillas comienza con las lecciones de historia que Alicia recibe por parte de su hermana mayor, a las que ésta no presta ninguna atención. La niña juega con su gata Diana e imagina cómo sería un mundo de su propia creación, cuando cae dormida. Repentinamente ve un conejo blanco con chaqueta y reloj, lo que en un principio no le resulta extraño, pero finalmente sale en su búsqueda. El conejo entra en una madriguera, Alicia lo sigue y cae en un agujero. Así llega al País de la Maravillas donde se encuentra con una serie de personajes muy extraños: el pájaro dodo, la liebre de marzo y el sombrerero loco, una oruga que fuma en pipa...y se ve involucrada en unos divertidos eventos como una fiesta de "no-cumpleaños" o un partido de croquet con la malvada reina de corazones. Finalmente Alicia despierta al lado de su hermana, la que le dice que ya es hora de volver a casa.

En 2010, llega a las carteleras de cine de la mano del afamado e inconfundible director Tim Burton y de Walt Disney Pictures una épica película de fantasía y aventuras en 3-D, Alicia en el país de las maravillas, un giro mágico e imaginativo sobre uno de los relatos más adorables de todos los tiempos. Protagonizada por JOHNNY DEPP, como el Sombrerero Loco, y MIA WASIKOWSKA, que encarna a Alicia a sus 19 años de edad y que ahora regresa al mágico mundo que conoció por primera vez cuando era niña, donde volverá a reunirse con sus amigos de la infancia: el Conejo Blanco, Tweedledee y Tweedledum, el Lirón, la Oruga, el Gato de Cheshire y, por supuesto, el Sombrerero Loco. Alicia se embarca en un viaje fantástico buscando encontrar su verdadero destino y acabar con el reino de terror de la Reina de Corazones. El reparto estelar también incluye a ANNE HATHAWAY, HELENA BONHAM CARTER y CRISPIN GLOVER.
Sólo con ver las imágenes estaba satisfecha... sin embargo, en youtube ya se puede ver el trailer y no puedo esperar para ver la película... Como siempre Tim Burton hace gala a su estética particular y a su prolífica imaginación.

jueves, 23 de julio de 2009

“La tienda de muñecos” de Julio Garmendia

































































No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:
-¡Les debemos la vida!
No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.
Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.
Por sobre todas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.
Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
Un día mi padrino se sintió mal.
-Se me nublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.
-Me flaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.
Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:
-A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
-Encierra precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -no lo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.
Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho.
-Hace ya tiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.
En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
-Heriberto -dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados.Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:
-¡Estamos solos! ¡Estamos solos! -gritó.
Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...
FIN

miércoles, 22 de julio de 2009

"El soborno" de Jorge Luis Borges









La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más) ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo (no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo. Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia. Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo, redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf, obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967. Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora, justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo, sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica. Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas; usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck. Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere, ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted, directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings. Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez, mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos. Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.


(El libro de arena) Jorge Luis Borges Editorial AlianzaColección El libro de BolsilloBiblioteca de AutorBiblioteca Borges. Alianza Editorial. © 1995 María Kodama © 1997, Alinaza Editorial, S.A ISBN: 84-206-3313-5 143 Páginas.

miércoles, 15 de julio de 2009

"Baby H. P.", de Juan José Arreola

































































































Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña.
El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.
De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.
Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares.
El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato.
El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.
FIN